" Si de pronto
me olvidas
no me busques,
que ya te habré olvidado."
Pablo Neruda
La extrañaba cada día de su miserable existencia, cada hora y me atrevería a decir que cada minuto. Lo hacía con un placer morboso, enfermizo.
Buscaba en su vida lugares, objetos, aromas, sabores que le trajeran su presencia y los incorporaba a su rutina para evocarla.
Cuatro años pasaron desde que la perdió en aquella trágica noche de abril y desde ese preciso instante decidió dedicarle su vida, o lo que quedaba de ella.
Con su partida le dejó un lugar imposible de llenar.
Cada noche concurría al bar donde vivieron sus momentos más felices, donde se explayaron en interminables conversaciones, donde se dieron miles de besos y donde bebieron malbec en copas sostenidas por manos generosas para acariciar.
El lugar no era nada especial para el común de la gente de la ciudad, pero para él era el único de los cientos de bares de Mendoza que existía, que tenía una razón de existir, y esa razón era ella o su recuerdo, o su ausencia.
Los mozos, los habituales del lugar lo conocían y sabían que ocupaba cada noche la mesa número 5, ubicada en la esquina frontal del bar, desde donde se podía ver la calle y a su vez se estaba resguardado de las miradas de los transeúntes.
Pedía una copa de malbec, a veces una botella, lo bebía lentamente, en silencio, saboreando la desgracia de no tenerla sentada a su derecha.
Esa desgracia se mitigaba con cada trago y lo más importante era que ese sabor particular, único, tenía el sabor de sus besos.
Besos que no regresarían, que partieron aquella noche y se perdieron en la oscuridad dejando un alma destruida por el amor. Otra alma rota, como tantas que alguien o algo destrozó y deambulan por las noches buscando evadirse del dolor.
Hay distintos tipos de dolores: el físico y el psíquico. Dentro de éste último el dolor causado por amor es el más profundo, y tiene una característica inherente a él, es el único que en alguna medida se disfruta. El amante herido de amor siente un placer en su sufrimiento.
Cuando por casualidad alrededor de las veintidós horas alguien quería ocupar esa mesa, el mozo le advertía que la mesa estaba reservada.
Fueron cuatro años de ese ritual, de esa búsqueda deliberada de su recuerdo, de compartir las noches y el vino con su ausencia.
El vino, el bar, la mesa negra, y esa silla vacía llenaban una pequeña porción de ese espacio que antes ocupaba ella y después se inundó de dolor.
Él no bebía para olvidarla, lo hacía para recordarla, sentía pánico de olvidar su rostro, sus ojos, sus manos y esa sonrisa que todo lo podía.
El vino era simplemente un vehículo para retenerla en su memoria.
Recordaba el primer beso, el último abrazo, su perfume Blue, el aroma de su piel, su sexo sediento, las noches de amor, la dulce música de su voz, sus gestos y las ganas de vivir que le infundía.
Él era sereno, silencioso, siempre de un aspecto pulcro, con un aura de bohemia intelectual y esa mirada propia y tan particular de quienes tienen el corazón herido.
Una noche no volvió al bar, quienes lo conocían se extrañaron y pasaron muchas noches, todas las noches y cuando empezaban a olvidarlo, algo los hizo recordarlo.
Fue un martes, la concurrencia era escaza, el mozo de turno esa noche fumaba un cigarrillo en la vereda y conversaba con un cliente que ocupaba una de las mesas de afuera.
El dueño del bar, desde la barra, le llamó la atención al mozo y le hizo seña que atendiera la mesa cinco.
Pidió una copa de malbec, la bebió lentamente, era ella.
Estaba tan linda como hace cuatro años, perfumada, elegante, con esa dulce música en su voz, pero ya sin la sonrisa que todo lo podía.-