
En la vida solemos mostrar sólo una versión de lo que somos: lo visible, lo que puede nombrarse sin incomodar, lo que encaja socialmente. Esa “máscara” funciona como un acuerdo que nos permite habitar el mundo sin exponernos del todo. Sin embargo, también nos limita. Porque hay otra parte de nosotros que permanece oculta: lo que pesa, , lo que incomoda, lo que late en silencio, lo que aún no encuentra palabras.

Recuerdo que en mi adolescencia me costaba mucho hablar de lo que me pasaba. Guardaba silencios como si fueran secretos y, al callar, sentía que mi voz se iba apagando. Lo que no decía me dolía más que lo que podía nombrar, y me llevaba a pensar que lo que sentía no tenía valor. Con el tiempo entendí que callarse no siempre es sinónimo de fortaleza: muchas veces es la forma en que nos vamos invisibilizando a nosotros mismos. Por eso creo que escribir puede ser un primer paso para darle lugar a lo que no encuentra espacio en la palabra hablada.
Este ejercicio que propongo es, justamente, una invitación a darle voz a lo invisible. A reconocer lo que cargamos dentro, incluso aquello que no solemos compartir. Porque escribir no es solamente producir palabras: es escuchar lo que nos habita, habilitar un espacio de diálogo con nuestras partes más vulnerables.

La propuesta es simple pero profunda:
- Tomá una hoja y dividila en dos columnas: En la primera, escribí lo que los demás ven: lo que mostrás, lo que decís, lo que parece estar resuelto. En la segunda, escribí lo que no se ve: miedos, pérdidas, resistencias, deseos, contradicciones, pequeñas cicatrices. Dejá que la lista fluya sin orden ni filtro; a veces una sola palabra basta.
- Luego, algo de tu lista de lo invisible que te resuene hoy. Puede ser una herida, pero también un destello de fuerza.
- Convertí ese elemento en una voz. Imaginá que hablara por sí mismo: ¿qué diría tu miedo, tu ausencia, tu deseo? Escribí un breve texto en primera persona en el que esa emoción toma la palabra.
- Finalmente, respondé. Leé en voz baja lo que escribiste y preguntate: ¿qué necesitaba decirme esta parte mía? Devolvé una frase en tono de cuidado, algo que empiece con: “Te escucho…”; “Hoy te abrazo…”; “Prometo…”.
Este inventario íntimo funciona como un mapa de lo que somos más allá de la superficie. La escritura se convierte, entonces, en un espacio de escucha y de transformación: lo que antes era silencio se vuelve palabra, y lo que era carga empieza a convertirse en relato.
Quizás ahí radique la potencia de la escritura: no solo contar lo que ya sabemos de nosotros, sino atrevernos a dialogar con lo que no se ve.
