La trágica historia del mendocino que maravilló al mundo del box: conoce quién enfrentó a Muhammad Ali y vivió para contarlo

Latorre de Godoy Cruz que enfrentó a Ali.

La trágica historia del mendocino que maravilló al mundo del box: conoce quién enfrentó a  Muhammad Ali y vivió para contarlo


Se llamaba Gregorio Lavorante. Era mendocino, más alto que un arco y tan bueno que lo descubrió el mismísimo Jack Dempsey. Una historia de esas que, sin querer, terminan hablando de todas nuestras historias de barrio, gloria y un destino que a veces, simplemente, no se puede gambetear

Hay historias que uno las empieza a contar sabiendo que el final te va a dejar un gusto a nafta vieja, a derrota inevitable, pero no por eso menos digna. La de Gregorio Lavorante, el gigante de Godoy Cruz, es una de esas. Una historia que arranca como un cuento de pibes con sueños y termina, sin anestesia, con el sonido seco de una campana que no vuelve a sonar.

Gregorio era el mayor de cinco, hijo de un italiano que se llamaba igual que él y de una argentina llamada Lidia. Digamos la verdad: la vida no le tenía reservado el camino de la oficina. Desde chico, la altura lo marcó. Más de metro ochenta y subiendo, con unos brazos que ya prometían. Y claro, el boxeo se le vino encima. Lo mejor es que su viejo, en vez de asustarse, le hizo un gimnasio en casa. Una cosa modesta, seguramente con olor a cuero rancio y esfuerzo, pero ahí, en ese rinconcito de Mendoza, se estaba amasando un peso pesado para el mundo.

A los 17, con un metro noventa y cuatro, Lavorante ya no tenía con quién cruzarse en Cuyo. Era la ley del deporte, viste: si sos bueno, tenés que irte a buscar a los que son un poco mejores, o por lo menos más grandes. El desarraigo. La familia, con esa resignación que tienen los que quieren mucho, agarró los bártulos y se fue a Rosario. Una movida estratégica, cerca de Buenos Aires, donde estaba la verdadera liga de los colosos.

Pero la vida es un sainete, y antes de los guantes grandes le tocó el uniforme. Por su tamaño, en el '57, cayó en el Regimiento de Granaderos a Caballo. El tipo, el mendocino grandote, terminó haciendo de custodio en la mismísima Casa Rosada. Esas cosas que te pasan, que te cruzan la historia nacional antes de cruzarte con la de uno.

Y el destino, a veces, tiene esas jugadas geniales que no las ves venir. Lavorante viajó a Venezuela con Pascualito Pérez (otro mendocino, pero ese sí, un mito de bolsillo). Y ahí, en un gimnasio de Caracas, se topó con Jack Dempsey. ¡El campeón! El tipo lo vio, vio esos brazos, esa planta, y supo que estaba ante uno de esos monstruos que aparecen una vez cada tanto.

La gloria, esa cosa fugaz


A los 24, Lavorante debutó en San Antonio, Texas. Nocaut en el tercero. Fue como el comienzo de una película de Hollywood, de esas que uno siempre espera que terminen bien, aunque casi nunca lo hacen. El pibe de Godoy Cruz, ahora era un hombre en la meca. Y su récord volaba: bajo la tutela de Diego Corrientes, en dos años, el mendocino se cargó 13 rivales por la vía rápida. Trece.

Hay una foto, seguro, de ese 12 de marzo de 1960. Lavorante en La Habana, frente a Ray López. El cubano se comió una paliza en el primer asalto. Y en primera fila, con su uniforme verde oliva, el Comandante Fidel Castro mirando. Uno imagina a Lavorante, un tipo de barrio, pensando: mirá vos dónde vine a parar.

Pero la gloria es caprichosa. Es como un partido que se gana con un gol de otro partido. Y de golpe, la cuerda se empieza a aflojar. Le tocó el turno de pelear contra los nombres que asustan en los libros. Contra Archie Moore y, el golpe de gracia, contra Muhammad Alí. Perdió por nocaut en ambos casos. Cosas que pasan, dicen, pero que te van gastando la chapa, el aguante.

Dicen que Frank Sinatra estaba ahí, en la platea. Dicen que le ofreció cine. Y Lavorante, el mendocino que sabía de la tierra, le dijo que no. El tipo era boxeador. El resto era cuento.

Lo más jodido es que ese final, el de la película que se tuerce, llegó demasiado pronto. El 21 de septiembre de 1962, después de una pelea durísima con Johnny Riggins, Gregorio se desplomó. Los coágulos en el cerebro. Silencio. Un hospital en Estados Unidos. Seis meses de espera con ese sabor agrio que solo conocen los familiares de los boxeadores.

Después, el viaje de vuelta. La cama de hospital en Rosario. Más de un año con los ojos cerrados, con la vida en pausa. Uno piensa en ese padre, esa madre, esos cuatro hermanos, trayéndolo de vuelta a la Argentina. El campeón que había enfrentado a los mitos, de vuelta a la tierra sin poder decir nada.

Y el final. El golpe que nadie vio venir. El 1 de abril de 1964, en su Mendoza querida. 27 años. Apenas un puñado de tiempo para haber sido tantas cosas: Granadero, campeón, esperanza, leyenda.

La historia de Gregorio Lavorante es, en definitiva, la historia de todo gran sueño argentino en el deporte. Un arranque épico, la sensación de que el mundo está a nuestros pies y, de golpe, un destino que te pega justo donde más duele. Y después, solo queda la memoria. Y el recuerdo de un gigante de Godoy Cruz que, por un rato, le hizo el aguante a todo el planeta. Y eso, a pesar de todo, ya es un montón.