Cinco años sin el Diego: El barrilete cósmico que nos dejó con el corazón roto.

Cinco años sin el Diego: El barrilete cósmico que nos dejó con el corazón roto.
Las imágenes del fotoperiodista Sergio Siano, fotógrafo en el Estadio San Paolo en la década de 1980, ofrecen una narrativa casi cinematográfica del fútbol durante la era de Maradona .

Cinco veces ha girado el sol alrededor de la Tierra desde aquel noviembre que nos robó el aire. El 25 de noviembre de 2020 no fue solo una fecha; fue la bisagra donde la historia del fútbol se partió en dos. El silencio cayó como un telón de plomo sobre el planeta. Había muerto Diego Armando Maradona. Y con él, una parte intransferible del alma argentina.

No fue una estrella fugaz; fue una constelación completa que se encendió en el barro de Villa Fiorito. Su vida no fue un partido, sino una tragedia griega narrada en clave de potrero y picardía. El niño pobre, el Cebollita con la zurda bendecida, que cargó sobre su botín el destino y la frustración de un país entero.

La Cátedra de la Zurda y la Mano de la Revancha

La recordada mano de Dios - Fotografía Eduardo Longoni

Cuando Diego pisaba el césped, el tiempo se detenía y la cancha se convertía en un lienzo. Era un artista, un gladiador, un poeta del esférico. Su obra cumbre, la que lo elevó de crack a mito, se gestó en México 86. Aquel gol a los ingleses, el más hermoso de la historia, no fue solo una jugada; fue una sinfonía de la velocidad y la audacia, una respuesta visceral, un acto de justicia poética.

"Sale de su área, toma la pelota, la lleva, la toca con el alma, gambetea a uno, a dos, a tres, a cuatro, y se abre la puerta del arco... ¡Goool! ¡Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas!"

Era el "Barrilete Cósmico" que, en un frenesí de gambetas, desafiaba la ley de la gravedad y la lógica. Nos demostró que la epopeya era posible, que la cenicienta podía vencer al imperio. Nos regaló la inmortalidad.

El Destino del Ídolo: Entre el Olivo y el Precipicio

Fotografía Sergio Siano en el Estadio San Paolo en la década de 1980.

Pero la gloria, en su caso, vino con un costo que nadie pudo pagar por él. Nápoles lo convirtió en un Rey, le puso la corona de la redención. Llevó al Sur marginado a la cima de Italia, demostrando que la fe podía mover montañas y ligas de fútbol.

Sin embargo, en la cumbre, la soledad era monstruosa. El hombre que se reía en la cancha, se ahogaba en los laberintos de la fama y la adicción. Su vida fue un martirio de excesos y caídas, un grito de auxilio disfrazado de fiesta. Era el ídolo que, con cada caída, nos recordaba su condición: demasiado Dios para ser hombre, pero demasiado hombre para ser un Dios.

Recordamos esa frase, lapidaria y premonitoria, que resuena como un epitafio: "La pelota no se mancha". En ella está su legado puro: el fútbol como arte inmaculado, ajeno al lodo de su existencia.

La última vez de Diego en Mendoza fue en octubre del 2019, un año antes de su muerte. Gentileza

La Ausencia Inconmensurable

Hoy, a cinco años de su partida, no se recuerda solo al futbolista, sino al fenómeno que nos enseñó a sentir hasta el paroxismo. Su cuerpo se rindió al fragor de su propia leyenda, exhausto de tanta vida vivida al límite, sin freno, a puro corazón.

Su adiós dejó una herida abierta, el dolor crudo de ver la vela apagada. Diego fue el héroe imperfecto, el villano ocasional, el amigo de lo marginal y el genio irremplazable. Fue un espejo donde se reflejaban todas nuestras miserias y todas nuestras grandezas.

Y por eso, cuando el cielo se pone plomizo y se escuchan las voces de los estadios, sabemos que una sombra sigue danzando en el círculo central. Es el eco de la zurda eterna. Nos queda la melancolía del héroe caído, pero sobre todo, el orgullo eterno de haber sido contemporáneos de la gesta de Diego Armando Maradona.

Gracias, Diego, por haber sido el grito de gol que nos hizo sentir invencibles.